Hasta que el amor nos separe: el contrarrelato como instrumento narrativo. Una aproximación teórica

Until love does us part: counter-narrative as a narrative instrument. A theoretical approach

 

Gonzalo Sarasqueta

gonzalo.sarasqueta@ucjc.edu

https://orcid.org/0000-0001-6472-8672

Universidad Camilo José Cela, España

 

Rocío Sétula

rocío.setula@nexteducación.com  

https://orcid.org/0000-0002-9246-2418

Next Educación Business School, España

 

María Florencia Olsen

mariaflorencia.olsen@alumno.ucjc.edu

https://orcid.org/0009-0007-8850-7541

Universidad Camilo José Cela, España

 

DOI: https://doi.org/10.24265/cian.2024.n19.05

 

Recibido: 08/04/2024

Aceptado: 20/05/2024

 

Para citar este artículo:

Sarasqueta, G., Sétula, R., & Olsen, M. F. (2024). Hasta que el amor nos separe: el contrarrelato como instrumento narrativo. Una aproximación teórica. Correspondencias & Análisis, (19), 118-139. https://doi.org/10.24265/cian.2024.n19.05

 

Resumen

El presente trabajo tuvo como propósito elaborar un acercamiento teórico a la noción de contrarrelato político. Ante la novedad de esta técnica narrativa, primero se abordaron sus causas: absolutismo moral, polarización afectiva, caos informativo, incertidumbre y tribalismo digital. Luego, se definió el contrarrelato como una estructura semántica que, sin importar la temporalidad, intenta destruir el capital simbólico del adversario. Acto seguido, se detallaron sus principales rasgos –reactividad, negatividad, emotividad, estereotipación y permanencia– y funciones –enlazar voluntades por oposición, trazar fronteras identitarias nítidas, recompensar emocionalmente y simplificar la realidad–. A modo de cierre, se trazó un repaso de los principales hallazgos y se plantearon diversas líneas de investigación, tales como observar la resonancia y aplicación de esta técnica por parte de la ciudadanía y la posibilidad de realizar un análisis comparado, a través de casos prácticos, entre el contrarrelato y su némesis, el relato político.

 

Palabras clave: contrarrelato, negatividad, narrativas, emociones, antítesis, política, democracia

 

Abstract

The purpose of this paper is to provide a theoretical approach to the notion of political counter-narrative. Given the novelty of this narrative technique, its causes are first addressed: moral absolutism, affective polarization, informational chaos, uncertainty, and digital tribalism. Then, the counter-narrative is defined as a semantic structure that, regardless of temporality, seeks to destroy the symbolic capital of the adversary. Subsequently, its main features reactivity, negativity, emotiveness, stereotyping, and permanence are detailed, as are its functions linking wills through opposition, drawing clear identity boundaries, being emotionally rewarding, and simplifying reality–. In closing, a review of the main findings is provided, and various lines of research are proposed, such as observing the resonance and application of this technique by citizens and the possibility of conducting a comparative analysis, through practical cases, between the counter-narrative and its nemesis, political narrative.

 

Keywords: counter-narrative, negativity, narratives, emotions, antithesis, politics, democracy

 

Introducción

Las democracias atraviesan un estado inédito de ebullición. A lo largo y ancho del planeta, la mayoría de los sistemas abiertos muestran síntomas de bronca y fatiga sociales, que se materializan en abstención electoral, manifestaciones o apoyo a fuerzas extremistas. El filósofo Daniel Innerarity (2020) se refiere a «democracias irritadas», un proceso marcado por la frustración más que por la aspiración, y por las agitaciones más que por las transformaciones.

 

Lejos de ser un fenómeno monocausal, este divorcio parcial entre ciudadanía y partidos políticos responde a múltiples factores: la corrupción estructural en las instituciones públicas, la desigualdad creciente, el binomio narcotráfico-Estado, el calentamiento global, los retos laborales que supone la irrupción de la inteligencia artificial, la inseguridad y las grandes migraciones que ponen en jaque las fronteras y la soberanía territorial del Estado-nación.

 

Ante la dificultad para solucionar dichos desafíos y estructurar relatos acordes, que permitan obtener amplios consensos sociales y dibujar horizontes colectivos de sentido, una gran cantidad de líderes optan por construir identidad por la vía negativa. En vez de ofrecer medidas perdurables que mitiguen tales flagelos, edifican contrarrelatos, narrativas que amarran y aglutinan voluntades por oposición a un proyecto, no por simpatía.

 

El presente artículo tiene como objetivo principal indagar sobre este emergente dispositivo narrativo. La meta es proponer un constructo teórico sobre el contrarrelato, que incluya su definición, sus funciones, sus piezas y su repertorio retórico. Para desarrollar dicho marco conceptual, metodológicamente, se hará un análisis y una revisión no sistemática de material bibliográfico (Machi & McEvoy, 2009) de los siguientes campos académicos: comunicación política, ciencia política, sociología, filosofía, historia y psicología. Con sus respectivas limitaciones y restricciones, es imperioso aclarar que este es un trabajo de tipo exploratorio (Dankhe, 1986), ya que busca abordar un tema escasamente estudiado y, en consecuencia, colocar los cimientos teóricos que posibiliten ahondar en el futuro sobre dicho fenómeno con estudios explicativos, descriptivos y comparados.

 

La estructura que se plantea es la siguiente: primero, se expondrán brevemente las condiciones estructurales de la época que favorecen su circulación; luego, se detallarán las ventajas comunicacionales que presentan los mensajes negativos, una de las piedras basales del contrarrelato; acto seguido, se conceptualizará al contrarrelato y se alumbrarán sus propiedades, funciones y recursos retóricos; después, se trazará una tipología con los contrarrelatos más recurrentes en la actualidad; y, por último, se ofrecerá un repaso y unas líneas de investigación que se abren de cara al futuro.

 

Breve cartografía del mundo contemporáneo

Para comprender por qué proliferan los contrarrelatos, es necesario introducir un concepto fundamental: la moral. Este valor ha adquirido tal relevancia en el presente que diversos autores se encuentran trabajando para definirlo en relación con la política y su complemento necesario: la polarización.

 

Viciana et al. (2019) interpretan que el «absolutismo moral» es una de las causas de la polarización del espacio público. Esto significa que issues que en sí no son morales comienzan a ser encuadrados y utilizados en la esfera pública como si lo fueran. Todo se reduce a una cuestión de integridad, desde un impuesto a las multinacionales hasta una política vinculada a la seguridad, el aumento del presupuesto de defensa o la legalización del cannabis. De esta manera, la deliberación racional es desplazada por la reacción emocional. En términos del psicólogo Daniel Kahneman (2011), el sistema de esfuerzo es sustituido por el sistema automático. Sarasqueta (2023) reflexiona al respecto:

 

Desde una reforma fiscal hasta un tratado comercial con un país vecino son enmarcados como un combate apocalíptico entre las fuerzas del bien y las del mal. Pasamos de una polarización ideológica, en torno a una temática particular, a una polarización afectiva, donde el rechazo al otro es total: social, cultural, geográfico, económico, racial (Törnberg et al., 2021). Se extinguen las zonas de intercambio entre sensibilidades políticas diferentes. Antes, dos personas podían discutir acaloradamente sobre la despenalización del aborto, pero una vez pasado el debate en el Congreso volvían a encontrarse para ver la selección española de fútbol. Hoy, ese conflicto intermitente mutó en continuo. El estrés que les significa mantener el vínculo es tal, que ambos terminan optando por distanciarse. (p. 268)

 

Malo (2020) manifiesta que la hipermoralización es una nueva epidemia que impregna la sociedad del siglo XXI. El autor advierte que la moral en demasía es una amenaza para la ciudadanía. Adjudicar a cualquier cuestión la valoración bajo los términos bueno y malo pone a las personas en una situación constante y latente de enemistad. De este modo, el debate es reemplazado por la descalificación. No hay margen para el diálogo, el disenso o los matices. En consecuencia, la democracia, que depende y se nutre del intercambio entre subjetividades diferentes, se deteriora lentamente. Además, hay que añadir la atomización de los sistemas de partidos, lo que hace necesario la conformación de coaliciones para gobernar. Todo este clima de exasperación dificulta dicha arquitectura y fragiliza las experiencias ejecutivas.

 

Bajo una relación de causa y consecuencia, la moral y la violencia toman sus roles en el marco de una sociedad «hipersensible». El psicólogo Steven Pinker (1998) no define la violencia como inmoral, sino todo lo contrario: sostiene que la violencia se considera moral y se ha utilizado por todo el mundo, a lo largo de la historia, como una forma de imponer justicia. Asimismo, hace referencia a la relevancia que adquieren las emociones y la psicología de los individuos para las instituciones de cualquier país democrático. Advierte que, en aquellas sociedades donde la gente se siente más segura, se tiende a utilizar menos la violencia como forma de hacer justicia por mano propia. En este sentido, destaca también que, a través del lenguaje, las políticas públicas y la gestualidad, los líderes cumplen un papel fundamental al momento de aplacar, desencadenar o aguzar estas emociones. Si el dirigente acusa de

«inmorales», «tramposos», «ilegítimos» o «apátridas» a los adversarios políticos, es probable que sus seguidores tomen cartas en el asunto, tal como sucedió el 6 de enero de 2021, en Estados Unidos, cuando miles de ciudadanos tomaron el Congreso, luego de que Donald Trump denunciara como fraudulentos los resultados electorales.

Además de la moralización del debate público, hay otras variables actuales que explican el incremento de la negatividad y la reproducción de contrarrelatos en los sistemas democráticos. Una de ellas es el entorno volátil e impredecible. Estamos en una era repleta de «cisnes negros»: hechos que nadie avizora, rompen las rutinas sociales y crean un gran trauma colectivo (Taleb, 2011). Ejemplos patentes son la pandemia de la COVID-19, la invasión de Rusia a Ucrania o el ataque terrorista de Hamás a Israel. En respuesta a estos acontecimientos inesperados, los líderes, en lugar de buscar soluciones integrales y coordinadas, optan por crear narrativas que identifican y anulan simbólicamente a los supuestos responsables de dichas crisis.

 

Otra razón para considerar es el caos informativo. A diferencia del siglo XX, cuando la información era limitada, en la actualidad hay un problema de saturación. Existen demasiados contenidos en circulación. Las redes sociales y los ciudadanos prosumidores (productores y consumidores de datos) han «desordenado» el debate público. Antes, el periodismo jerarquizaba la información y le imprimía una morfología determinada a la agenda pública. Hoy en día, no hay un flujo direccionado. Cualquier acontecimiento noticiable puede ser «cubierto» tanto por un vecino de a pie, que justo pasaba con su móvil por el lugar del derrumbe del puente de Baltimore, o por un profesional de la comunicación, que fue enviado por su empresa para abordar la noticia. En síntesis: este «tsunami» informativo empodera a la sociedad desde un punto de vista comunicacional, pero también produce la percepción de descontrol, incertidumbre y confusión.

 

La polarización afectiva (Törnberg et al., 2021) también incide notablemente. La división marcada del espectro político en identidades opuestas y excluyentes promueve la acumulación de poder a través de la negatividad y el rechazo hacia el otro. Según un estudio de la consultora Llorente y Cuenca (2022), la polarización ha experimentado un aumento del 39 % entre 2017 y 2022, en regiones como Latinoamérica, España y Estados Unidos.

 

En relación con la polarización y el avance de las nuevas plataformas de comunicación, surge el tribalismo digital. Las redes sociales intensifican el sentimiento de pertenencia a grupos ideológicos, estéticos, nacionales, religiosos, entre otros. De acuerdo con Data Reportal (2023), el promedio global de tiempo dedicado a la conexión diaria es de seis horas y treinta y siete minutos. Durante este período, debido a la selección y categorización que realizan los algoritmos, basados en nuestra actividad en línea, los usuarios interactúan principalmente con individuos afines, lo que refuerza nuestras convicciones y a la vez profundiza los prejuicios hacia aquellos que consideramos «diferentes» (Sloman & Fernbach, 2017). Esto configura una mentalidad de rebaño: defendemos a los «nuestros» y atacamos a los «otros».

 

La delgada tolerancia cognitiva es otro aspecto para tener en cuenta. En la era del capitalismo cognitivo, la atención se ha convertido en un bien escaso. Con un promedio de 34 gigabytes de información recibida diariamente y entre 150 y 190 consultas al teléfono móvil por día (Wolf, 2018), nuestra capacidad de concentración se ve afectada, pues opera de manera intermitente. Ante este escenario, los líderes políticos evitan las explicaciones integrales, racionales y completas, y, en sentido inverso, fomentan la superficialidad, la brevedad y la dualidad.

 

Además de este panorama colapsado de información, existe una atracción por los materiales negativos. Investigaciones recientes, como la llevada a cabo por Robertson et al. (2023), han demostrado que las palabras negativas en los titulares de noticias en línea aumentan las tasas de clics, incrementando hasta un 2.3 % la probabilidad de interacción. Esto también representa un aliciente para que los líderes diseñen y diseminen contenidos de corte adversativo.

Efectos y defectos de la negatividad

En un contexto signado por la recesión democrática y el descontento social, es comprensible que crezca la negatividad hacia el modelo organizativo que impera en la mayoría de los países de Occidente. Por citar un ejemplo, en Latinoamérica, la pérdida de prestigio de las instituciones republicanas deja vulnerable a la región y abre paso a los populismos. De hecho, al 54 % de los latinoamericanos no les importa que un gobierno no democrático ejerza el poder (Latinobarómetro, 2023).

 

La negatividad social frente al sistema político es un hecho concreto. El inconveniente está en que los partidos políticos, en vez de operar como fuerzas contracíclicas, que tratan de recuperar la confianza en el entorno institucional, retroalimentan la crisis con narrativas negativas. No contradicen a la opinión pública, sino que la abastecen con mensajes cortantes, binarios y totalizantes, que buscan concentrar todo el malestar social en un adversario en particular que, supuestamente, sería el responsable de la crisis sistémica. Así, el terreno está inclinado hacia la propagación de contrarrelatos, que funcionan como fronteras taxativas entre «los culpables» y «los salvadores».

 

Durante el primer cuarto del siglo XXI, aquello considerado como «negativo» parece imponerse por sobre lo «positivo», y existe una explicación neurológica al respecto. Los estímulos negativos producen más actividad neuronal que los positivos, y por eso nuestro cerebro tiende a procesar más fácilmente la negatividad (Rizaldos, 2017). Por ende, esta tendencia hacia lo negativo no es exclusiva de la política, sino que es utilizada como una herramienta por distintos actores de la sociedad: sindicatos, empresarios, influencers, periodistas, intelectuales, artistas, estudiantes, etc.

 

La estrategia en sí no es nueva. El atacar o difundir información que afecte al adversario estuvo históricamente presente en la sociedad. En Alemania, durante los años treinta, antes de convertirse en una dictadura, el Partido Nacionalsocialista Obrero (Partido Nazi) ya deshumanizaba a los judíos, llamándolos «ratas», «cucarachas», «piojos», «buitres» (Landry et al., 2022). En Estados Unidos, en la década de los cincuenta, a través del senador republicano por Wisconsin, Joseph R. McCarthy, se efectuó una contundente propaganda anticomunista, que incluyó a figuras de Holywood, activistas sociales, periodistas, políticos demócratas, intelectuales, entre otros. No obstante, es cierto que, durante las últimas décadas, desde la crisis financiera de 2008 hasta los últimos años, se observa un notable crecimiento de las campañas negativas (Nai, 2018).

 

Nai (2018) afirma que, principalmente, un candidato implementa una estrategia de talante negativo porque tiene la esperanza de que así podrá captar votantes indecisos o, al menos, disminuir los sentimientos positivos sobre sus oponentes, consiguiendo beneficios electorales o «adhesiones por default»: simpatizar por el menos «malo» de los representantes disponibles. Además, considera que es importante tener en cuenta tanto el perfil político del candidato, si es moderado o radical, como el personal, si es convencional o estrambótico, al momento de optar o no por una estrategia negativa.

 

En este tipo de campañas, la emoción pesa más que la razón. Los recursos de comunicación utilizados por los candidatos, especialmente los digitales, son medios sintéticos, emocionales y binarios. La premisa es simple: resaltar las falencias del adversario por sobre las virtudes propias (Ceron & d’Adda, 2015). D’Adamo et al. (2005) sostienen que una campaña se considera negativa cuando más del 60 % de la publicidad desplegada tiene esa connotación.

 

Auter y Fine (2016) esgrimen que, durante mucho tiempo, la competencia electoral ha ido acompañada de las campañas negativas. Según estos autores, los votantes perciben que las campañas competitivas y escabrosas logran que sus votos sean más valiosos, haciendo que los candidatos deban generar un contraste obligado con sus oponentes. Para cumplir con este propósito, emplean todas las vías disponibles: denuncias falsas, falacias ad hominem (se ataca a la persona, no al argumento), desprecio ideológico, ataques retóricos al círculo afectivo del adversario, y revisión del archivo profesional y personal de este último (se exhibe una foto de su adolescencia afirmando lo contrario de lo que pregona hoy, por ejemplo).

 

Skaperdas y Grofman (1995) argumentan que los candidatos tienen diferentes incentivos para aplicar una campaña negativa. Los aspirantes favoritos a ganar una elección tienden a utilizar mensajes más positivos, mientras que los que van por debajo en las encuestas usan en mayor proporción mensajes negativos. Lo mismo sucede con los candidatos oficialistas, que despliegan una campaña de corte inventarial donde repasan todos sus logros, mientras que la oposición, para captar la atención social y mediática, critican a la gestión (Valli & Nai, 2022).

 

De acuerdo con Auter y Fine (2016), la proliferación de la comunicación digital ha acelerado la frecuencia de los ataques negativos, acompañados de un incremento en la cantidad de mensajes perjudiciales. A la amalgama de contenidos generada por los ciudadanos-prosumidores se suman los materiales difundidos por cuentas falsas o gestionadas por sistemas de inteligencia artificial. Este fenómeno activa dos corrientes de negatividad: una emanada de los canales oficiales de las fuerzas políticas hacia la sociedad (que incluyen cuentas verificadas, anuncios publicitarios y entrevistas, entre otros), y otra que transita a través de canales no oficiales. Esta última, en ocasiones, es asumida por los candidatos, mientras que otras veces es pasada por alto debido a su escasa credibilidad. Este escenario subraya la pérdida de control por parte de las élites políticas sobre el tono con el cual desean encarar un período electoral.

 

Por otra parte, hay autores que sugieren que las campañas negativas son perjudiciales para la democracia, ya que impulsan la apatía, el descreimiento (Yoon et al., 2005; Nai & Seeberg, 2018) y la desconfianza, y, por ende, disminuyen la participación política y la movilización social (Ansolabehere et al., 1994; Nai & Seeber, 2018). Capella y Jamieson (1997) afirman que las campañas negativas generan una «espiral de cinismo» en el tejido social, que decodifica la política como una esfera contaminada, carente de normas y códigos, y que el único objetivo de sus dirigentes es preservar el poder.

 

En sentido contrario, algunos investigadores sostienen que las campañas negativas no significan un riesgo para la democracia. La crítica, el conflicto y la revisión del historial del oponente pueden constituir elementos esenciales para que los ciudadanos evalúen de manera más completa a los candidatos (Crigler et al., 2006). En efecto, Geer (2006) arguye que la información negativa resulta más útil que la positiva, ya que aborda de manera rigurosa las preocupaciones y los problemas públicos. Según Jamieson et al. (2000), etiquetar cualquier crítica como un ataque ilegítimo restringe el debate electoral y lo reduce a una mera lista de buenas intenciones.

 

Por último, existen numerosas ventajas asociadas a la difusión de mensajes negativos para quienes los emiten. Estos tienden a captar más la atención y son más memorables que los mensajes positivos (Basil et al., 1991; Brady et al., 2017; Frimer et al., 2019; Robertson et al., 2023); provocan reacciones fisiológicas más intensas, ya que los seres humanos suelen prestar mayor atención a la información que almacena amenazas o la posibilidad de pérdida en determinadas situaciones (Kahneman & Tversky, 2000; Soroka, 2014); y, al agrupar generalmente la información en díadas («los de arriba»-

«los de abajo», corruptos-honestos, derecha-izquierda), simplifican y facilitan la comprensión de la realidad (D’Adamo & García, 2013; Laponce, 1981).

 

Conceptualización, rasgos, funciones y repertorio

Antes de definir al contrarrelato, es necesario matizar ciertas nociones. Primero, es indispensable aclarar que campaña negativa y contrarrelato no son sinónimos. Mientras la primera está acotada al calendario electoral y tiene como objetivo primordial imponerse en los comicios, el segundo es permanente y su fin es identitario, es decir, más allá de la instancia en que se encuentre (oficialismo-oposición), promueve el rechazo hacia una cosmovisión en concreto.

 

En segundo lugar, es importante fijar la taxonomía del campo narrativo. Según la perspectiva temporal, este puede ser discernido en dos niveles: estratégico, el cual aborda aspectos estructurales, y táctico, centrado en lo coyuntural. Similar a su némesis, el relato político, el contrarrelato se ubica en la primera categoría. Ya sea en su aplicación electoral o gubernamental, este oficia como brújula identitaria, ordenando los distintos aspectos de la comunicación: mensajes, enunciadores, escenarios, silencios, destinatarios, tiempos, formas y canales (D’Adamo & García, 2016b; Sarasqueta, 2020).

 

Por otro lado, las prácticas narrativas de storytelling y storydoing se caracterizan por su naturaleza táctica, enfocándose en el quehacer diario y actuando en el plano de lo inmediato (D’Adamo & García, 2016a; Sarasqueta, 2021). Trasladando esta noción al ámbito cinematográfico, podría afirmarse que las dos primeras dimensiones representan la película en su totalidad, mientras que los dos últimos corresponden a una instantánea, capturando solo una fracción del significado.

 

Yendo a la definición, en este trabajo se entiende como contrarrelato a la estructura semántica que, durante un lapso indeterminado, tiene como único propósito erosionar el capital reputacional de otro actor político. Este artefacto discursivo trata de invalidar todos los componentes del relato político del adversario: trama, guion dicotómico, repertorio simbólico, ethos ejecutivo, arco temporal y vocabulario cardinal (Sarasqueta, 2020). Esos elementos son el punto de partida y el punto de llegada del contrarrelato. Su objetivo exclusivo es desarticular el poder de representación social de cada uno de ellos, impedir que se vinculen en un «todo semántico», y así obstaculizar cualquier experiencia comunicacional positiva o «simbiótica» con la ciudadanía.

 

Distinguen a esta técnica narrativa cinco propiedades: (i) reactividad, ya que emerge como respuesta a otro relato político; (ii) negatividad, es decir, su esencia es integramente adversativa, hostil y crítica; (iii) emotividad, porque activa reacciones anímicas tales como la ira, el miedo, la bronca, el rechazo, la indignación, la desconfianza, etc.; (iv) estereotipación, porque reduce al adversario en un catálogo breve de defectos, debilidades y estigmas; y (v) permanencia, pues tiene principio, pero no un final determinado, como la campaña negativa, que cierra su «ciclo biológico» el día de los comicios.

 

 

Figura 1

Propiedades del contrarrelato


I1

 

 

Burke (1969) reconoce tres modalidades fundamentales para establecer identificación: la identificación por desconocimiento, la identificación por simpatía y la identificación por antítesis. El contrarrelato se cimenta en esta última forma de identificación, en la que se procura la unión de individuos a través del rechazo hacia una entidad contraria. Este proceso de cohesión mediante la negación permite la vinculación entre subjetividades que, a pesar de divergir en sus propósitos, aspiraciones y proyectos, encuentran un punto de convergencia en la figura del adversario.

 

En la ciberdemocracia, este proceso de construcción y asedio del rival se da en tres direcciones: vertical descendente, del líder hacia los seguidores (los cibernautas replican un ataque que vieron en un streaming del político); vertical ascendente, de los seguidores hacia el líder (el político comparte un material confeccionado por la cuenta de un ciudadano); y horizontal, entre los mismos seguidores (los cibernautas comparten improperios, memes o descalificaciones entre ellos, sin la mediación del político). Estas tres dinámicas, que se solapan y retroalimentan, incrementan significativamente la viralidad, la durabilidad y, por tanto, el impacto de los contrarrelatos.

 

Las funciones del contrarrelato son diversas. Por un lado, permite la creación de un colectivo. Diversas subjetividades se congregan alrededor de un adversario en común, a quien relacionan con cierto malestar, infortunio o desgracia que los aqueja. Mientras esté disponible esa contrafigura discursiva, la esencia «tribal» está garantizada. En simultáneo, el contrarrelato opera como una membrana que separa el «nosotros» del «ellos». Esto facilita, en cierta medida, la comprensión de la realidad política y la mecánica del sistema de partidos. Como tercer punto, el contrarrelato también sirve como instrumento terapéutico. Al tener localizados los problemas y a los responsables de los mismos, sus seguidores y portavoces obtienen, como recompensa emocional, serenidad, miedo, autocompasión y satisfacción (Breithaupt, 2023; Voss, 2004). Los divulgadores del contrarrelato asumen el papel de «salvadores», la «difícil misión» de terminar con el obstáculo. Por último, al igual que el relato político, simplifica la realidad. Frente a un contexto gaseoso, complejo y desbordado de actores que pujan por imponer sus intereses y hegemonizar la agenda pública, el contrarrelato explica de manera sencilla y rápida lo que está sucediendo. Ejerce como un heurístico que ofrece una vasta cantidad de información en un lapso escueto de tiempo (D’Adamo & García, 2016a; Sarasqueta, 2020).

 

Figura 2

Funciones del contrarrelato


I2

 

 

Justamente, por su capacidad sintetizadora, retórica y emocional, los contrarrelatos pueden desempeñar un papel eficaz en la conquista de una campaña electoral. Sin embargo, surge un dilema cuando estos contrarrelatos llegan al poder ejecutivo y se transforman en la esencia misma de la experiencia de gobernar. En este contexto, se evidencia una carencia programática, ya que la concentración de recursos comunicacionales, tanto tangibles como intangibles, en la desacreditación simbólica de los adversarios políticos, limita la formulación de una visión propia. Asimismo, tras haber exacerbado, durante la fase electoral, el debate público mediante ataques desproporcionados, persistentes y, en ocasiones, en los márgenes de la legalidad, se rompen los canales de diálogo con la oposición, lo cual dificulta la aprobación de leyes, el respaldo de decisiones gubernamentales y la gobernabilidad. Las repercusiones de esta ejecución narrativa suelen manifestarse en la parálisis institucional, la destitución del gobierno y eventos institucionales dramáticos, como la toma del Capitolio de Estados Unidos el 6 de enero de 2021, o el asalto a la Plaza de los Tres Poderes en Brasilia el 8 de enero de 2023.

 

A su vez, para desacreditar a sus adversarios, los contrarrelatos emplean una extensa gama de recursos retóricos:

       Personalización: en lugar de dirigirse a la ideología o la plataforma programática de una fuerza política, los ataques retóricos se centran en desgastar la imagen personal del oponente, abarcando aspectos como su familia, profesión, creencias religiosas, apariencia física, capacidad intelectual e integridad moral.

       Antítesis: se justifica cualquier acción, comunicación o decisión política en la necesidad de contrarrestar o compensar el comportamiento de un contrincante.

       Edición deliberada de los hechos: se omite información contextual de un acontecimiento en particular para desacreditar al oponente.

       Hipérbole: se maximiza el lenguaje, amplificando y exagerando las características desfavorables de un adversario y sobrecargando de adjetivos negativos.

       Micterismo: se utiliza un lenguaje despectivo acompañado de gestos que refuerzan el insulto, combinando el lenguaje verbal con el no verbal.

       Filípica: se refiere a una agresiva diatriba dirigida directamente contra el oponente.

       Apodioxis: consiste en la completa desestimación del argumento del adversario por considerarlo absurdo, infundado y/o irrelevante.

       Epizeuxis: se trata de la repetición insistente de un término con el fin de destacarlo y mantenerlo en la agenda pública.

 

Hacia una tipología de los contrarrelatos

Aunque los contrarrelatos comparten similitudes en su modo de operar, sus fundamentos pueden variar considerablemente. La presente tipología no busca ser exhaustiva, sino más bien destacar los más frecuentes. Como advierte Baricco (2023):

«Hay que evitar enérgicamente la tentación de atribuir a los seres vivos un repertorio de historias definido, circunscrito y arquetípico» (p. 15). Por lo tanto, aquí se presentan únicamente los contrarrelatos más comunes.

       Contrarrelato ideológico: este tipo de contrarrelato estigmatiza un conjunto específico de ideas, valores y normas. Por ejemplo, cuando la candidata presidencial del Frente de Izquierda de los Trabajadores (FIT), Myriam Bregman, esgrimía en las elecciones argentinas de 2023, como un eslogan, que «a la derecha se la enfrenta, siempre».

       Contrarrelato chovinista: en este caso, se acusa a una nación o varias nacionalidades de ser responsables de problemas como el desempleo, la inseguridad, el narcotráfico o el colapso del sistema sanitario. Por ejemplo, cuando el expresidente norteamericano Donald Trump agraviaba, en la campaña electoral de 2016, a los inmigrantes mexicanos: «México no se aprovechará más de nosotros», «No tendrán más la frontera abierta» o «El más grande constructor del mundo soy yo y les voy a construir el muro más grande que jamás hayan visto. Y adivinen quién lo va a pagar: México».

       Contrarrelato económico: se ejecuta un ataque sistemático, focalizado y constante hacia un modelo concreto de administración de los recursos y bienes de un territorio. Por ejemplo, cuando el presidente argentino, Javier Milei, embiste contra el socialismo como modelo productivo fallido o, desde todo punto de vista, inferior.

       Contrarrelato moral: aquí, como se dijo anteriormente, la disputa política se transforma en una suerte de «cruzada ética donde el adversario es representado como portador de la mentira, la crueldad, la infamia, la muerte, la maldad y la perversidad. Por ejemplo, cuando el expresidente de Brasil, Jair Bolsonaro, acusó a Lula da Silva de haber encabezado el gobierno más inmoral y corrupto de la historia.

       Contrarrelato religioso: en este caso, se denigra una creencia, un culto o una fe, señalándola como incompatible con la cultura local o como responsable de la decadencia de un país o región. Por ejemplo, cuando la representante de Reagrupamiento Nacional, Marine Le Pen, realiza comentarios despectivos contra los musulmanes, y los acusa de ser los responsables de la decadencia del país o de querer terminar con los valores de la nación francesa.

 

       Contrarrelato sistémico: se ataca el entramado político-jurídico institucional vigente en su totalidad. Por ejemplo, cuando Pablo Iglesias, líder de la formación Podemos, atacaba al «Régimen del 78», es decir, al modelo organizacional que se creó en la transición española y prima hasta la actualidad.

A modo de cierre

En muchas de las democracias actuales, se ha disipado la clásica distribución de roles: el oficialismo, con una retórica positiva, repasa sus políticas públicas y sus logros, y la oposición, con un acervo más controlador, critica las acciones del primero. Hoy, es común que esas funciones se confundan: ambas fuerzas políticas despliegan contrarrelatos. Justamente, el objetivo central de este trabajo era explorar este fenómeno comunicacional que ha alterado el funcionamiento de los sistemas abiertos.

 

Para cumplir con ese reto teórico, primero se efectuó un breve diagnóstico de época, donde se especificaron varias de las condiciones que causan la propagación de los contrarrelatos: absolutismo moral, polarización afectiva, caos informativo, incertidumbre y tribalismo digital. Se completó esta radiografía con las ventajas y críticas que, desde la literatura, se les hacen a las estrategias comunicacionales negativas.

 

Luego se definió al contrarrelato político como una estructura semántica que, sin importar la temporalidad, intenta destruir el capital simbólico del adversario. Acto seguido, se precisaron sus principales rasgos –reactividad, negatividad, emotividad, estereotipación y permanencia– y funciones –aunar voluntades por oposición, trazar fronteras identitarias nítidas, recompensar emocionalmente y simplificar la realidad–. Respecto a su instrumental retórico, se planteó una serie de recursos, tales como la antítesis, la hipérbole, la apodioxis y la filípica. A través de ellos, los líderes y los voceros del contrarrelato político intentan degradar la marca del adversario. A su vez, para aterrizar el modelo teórico que se esbozó, se plasmó una tipología con ejemplos concretos.

 

Una reflexión lateral que despierta la proliferación de este artefacto narrativo es la estabilidad de las democracias. Hasta qué punto las «costuras institucionales» de los sistemas abiertos pueden soportar y procesar tanta negatividad. Como se ha mencionado brevemente en el texto, dos de las democracias más masivas del mundo, Estados Unidos y Brasil, han sufrido episodios traumáticos en los últimos años. Sin duda, no son acontecimientos monocausales, que se explican solamente por la circulación de contrarrelatos, pero encienden la alarma sobre los límites de dicho modelo organizativo y, además, motivan a estudiar con mayor rigurosidad la correlación entre ambas variables.

 

Diversos interrogantes podrían orientar futuras investigaciones. Una de las áreas pendientes de exploración implica un cambio de perspectiva, desplazando el enfoque desde la producción hacia la recepción social del contrarrelato. ¿Cuál es la reinterpretación del mismo, a través de las nuevas herramientas digitales 2.0? ¿Cómo se metamorfosea este artefacto narrativo con la participación activa de la ciudadanía? ¿Cuál es el papel de los medios de comunicación tradicionales en esta dinámica interactiva? Abordar estas cuestiones, sin duda, enriquecería significativamente el incipiente corpus bibliográfico. Otra línea de análisis que podría sondearse con mayor profundidad es la relación entre inteligencia artificial y contrarrelatos. Es decir, cómo los líderes políticos emplean la tecnología cognitiva para crear contenidos negativos que afectan la reputación de su adversario. Por último, resultaría de interés efectuar un análisis comparativo entre la aplicación de un relato político y de un contrarrelato. De esta manera, se podrían detectar las diferencias sustantivas y formales que contienen estos dos instrumentos narrativos. Sin duda, estos aportes contribuirían a una comprensión más completa de la disputa de significado que subyace en todo sistema democrático.


 

Conflicto de intereses

Los autores aseguran que la obra no presenta ningún tipo de conflicto de intereses.

 

Responsabilidad ética

Los autores aseguran que han escrito una obra original, sin plagio de ningún tipo. El manuscrito no ha sido publicado ni está siendo considerado para ser publicado en otra revista.

 

Contribución de autoría

GS: metodología, recursos, supervisión, validación, redacción, revisión y edición.

RS: metodología, recursos, supervisión, validación, redacción, revisión y edición.

MFO: metodología, recursos, supervisión, validación, redacción, revisión y edición.

Financiamiento

La investigación se financió con recursos propios de los autores.

Declaración sobre el uso de LLM (Large Language Model)

Este artículo no ha utilizado para su redacción textos provenientes de LLM (ChatGPT u otros).


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Gonzalo Sarasqueta

Universidad Camilo José Cela, España.

Doctor cum laude en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense de Madrid (UCM), España. Profesor acreditado ANECA. Es director del Máster Oficial en Comunicación Política y Empresarial de la Universidad Camilo José Cela. Ha sido coautor del libro Fantasmas de palacio: escritores de discursos presidenciales de América Latina (2022) y compilador del libro En la nave de la ciberdemocracia: polarización, sesgos y mediatización en la era digital (2023).

 Autor corresponsal: gonzalo.sarasqueta@ucjc.edu

 ORCID: https://orcid.org/0000-0001-6472-8672  

 

Rocío Sétula

Next Educación Business School, España.

Licenciada en Relaciones Públicas e Institucionales y Magíster en Comunicación Política Avanzada. Ha sido asesora de comunicación legislativa y política en la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires, y responsable de Comunicación de la Fundación del Club Atlético Boca Juniors. Actualmente trabaja en el área académica de la Escuela de Negocios Next Educación.

  rocío.setula@nexteducación.com

  ORCID: https://orcid.org/0000-0002-9246-2418  

 

María Florencia Olsen

Universidad Camilo José Cela, España.

Licenciada en Comercio Internacional y Maestranda en Comunicación Política y Empresarial. Con experiencia como asesora en comunicación legislativa y política en la Cámara de Diputados de la Provincia de Salta, también ha asesorado en comunicación a más de diez empresas salteñas, y actualmente se desempeña como directora general de Gestión Ciudadana y Relaciones Institucionales de la ciudad de Salta.

  mariaflorencia.olsen@alumno.ucjc.edu

  ORCID: https://orcid.org/0009-0007-8850-7541     

 

© Los autores. Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional (CC - BY 4.0).


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